2015
CAFÉ LA ESPERANZA

Escritor. Autor de La Pluma Más Negra. Socio Nro. 89.067
[email protected]
Twitter: @10Boedo

Innumerables ejemplos hay de que el hincha de San Lorenzo no es igual a los demás. Y uno de los motivos es que donde transitamos, dejamos siempre una huella visible propia de nuestra identidad azulgrana irrefrenable. En esta secuencia de relatos continuamos exhibiendo algunas historias cortas que demuestran que para nosotros San Lorenzo está presente en cualquier situación de vida.

Sentados, ella frente a él. Él frente a ella. Un pocillo de café y un cortado en un jarro son testigos. Sobrecitos de azúcar desmembrados. Los buitres de la desilusión rondan, huelen la masacre, anuncian la ausencia presente.
Ella saca un pañuelo de su cartera. Él mira hacia la puerta. No despega el mentón de la palma de su mano. No separa el codo de la mesa. Disfruta de aquel mecanismo en equilibrio que mitiga un derrumbe espiritual. Ella se sienta erguida. Su rostro primero se llena de pliegues de angustia. Su frente se vuelve un pentagrama mudo hasta que respira hondo, respiran todas las partes de su cuerpo, y logra que su frente se vuelva otra vez una hoja en blanco, una garganta vacía.
Los ojos de él, entonces, enfocan su mirada. Ve cómo la angustia se posa con fuerza sobre esos delicados relieves. Por primera vez, ella deja caer lágrimas pesadísimas. “Llora plomo”, supone él. Después se distrae. Busca en un bolsillo. No saca nada. Por fin lanza sus manos hacia las de enfrente. Intenta el contacto piel a piel. Pero los dedos de ella se contraen y él piensa que en sus manos viven liebres. Sus brazos se apartan y van en busca del pañuelo con el que vuelve a enjuagarse la cara. Él ensaya un movimiento clásico con los dedos suspendidos mientras reproduce en sus labios exagerados y mudos la palabra “café”. Después apoya los antebrazos en la mesa y juega a hacer un avioncito con una servilleta. Se rinde pronto. Se imagina hablándole, diciéndole algo como que la culpa no es de ninguno, que la vida a veces no es como uno quiere, que ya está, que todo está terminado. Pero en su cabeza suena tan estúpido que prefiere no emitir sonido.
Entonces ella se levanta y va hacia el baño con determinación. Él la ve irse. Cintura ofendida, indignación femenina. En su ausencia, se hunde en la silla. Se desarma. Suelta la palma de la mano derecha que cae como un telón sobre su rostro, desde arriba hacia abajo, como si pudiera cambiar la escena. Pero nada cambia. Vuelve a incorporarse. Revuelve el café. Intuye el fin del silencio, huele a tormenta.
Ella sale del baño. Su cabeza erguida, su sonrisa dibujada, su vista en lo profundo. Desde lo alto, de reojo, controla cada reacción masculina. Vuelve con un aura distinta. No lo mira. Él no deja de mirarla. Ella se sienta y pide otro cortado, esta vez, mitad y mitad. Suelta su mirada como si tuviera un piolín; mirada saltarina que se pasea como un colibrí, de aquí para allá, suspendida por momentos, esquiva siempre, hasta que tira y la guarda de nuevo, celosa, tímida, en algún bolsillo del alma.
Pero algo duele.
Se rompe la noche.
–Romi, ya está, tenés que aceptarlo. Cuando algo se termina, se termina.
Ella no reacciona ante sus palabras. No deja que aquel puñal helado se hunda. Aunque algo duela. Extrae de su cartera un espejo miniatura. Se mira. Se mira bien. Allí busca algo. Algo que no duela. Allí se protege, se rearma, se proyecta, se lanza filosa y letal.
–Salimos campeones igual –no puede evitar el quiebre en la voz al final de su frase. –Ni vos y tu pesimismo, ni el Turu Flores, ni nadie lo va a impedir.
Paga él.
Catorce días después, en Rosario, paga ella y se besan apasionadamente.
Comentarios de la noticia: